martes, 17 de noviembre de 2015

Laberintos

Jorge Luis Borges vivió fascinado por los laberintos. El laberinto borgeano es un sincretismo de lo apocalíptico y de una profunda esperanza.
El laberinto borgeano simboliza el proceso transformador de la experiencia humana donde el viajero constantemente se enfrenta a la destrucción, pero también a la creación de sí mismo.
Pero entre todos los laberintos, el que más fascinó a Borges fue el laberinto del tiempo.

Soy el que pese a tan ilustres modos
De errar no ha descifrado el laberinto
Singular y plural, arduo y distinto
Del tiempo que es de uno y es de
Todos. Soy el que es nadie el que no fue una espada
En la guerra, soy eco, olvido,nada.

--JLB, Soy


Cómo imaginar un laberinto.
La representación tradicional del laberinto que la antigua iconografía cretense ha transmitido al mundo entero es objetable desde, al menos, dos puntos de vista. En primer lugar, el laberinto aparece generalmente como una figura “unicursal”, es decir como un camino enredado pero sin encrucijadas, como una suerte de aparato intestinal cuya forma permite alargar un recorrido que, de todos modos, conducirá ineluctablemente a la otra punta.

El principio del laberinto.
Borges tiene una forma muy suya de concebir la idea de laberinto. En general, cuando se piensa en la noción de laberinto, se le atribuye espontáneamente como rasgo principal ya sea el que corresponde a “para perderse”, ya sea el de “de donde no se puede salir”. Parece claro que Borges adopta esta segunda acepción. De allí su asimilación del laberinto al infinito. Un laberinto es un lugar determinado y circunscripto (y por lo tanto, finito), cuyo recorrido interno es potencialmente infinito. El “sujeto” del laberinto borgesiano no está afuera, preguntándose por el sendero que lleva a su centro, sino adentro, desde siempre, resignado a no poder salir: el laberinto es “la casa” de Asterión.



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